La combinación de influencias migratorias que han resultado en los actuales porteños les ha traído de seguro unas cuantas cosas malas, que ya tendría que regresarme por estos lares a tratar de descubrir. Pero por ahora sólo vi las buenas: habitualmente amables y serviciales, cultos, amantes y conocedores de su ciudad y de las historias que la conforman, los argentinos que he visto muestran una elegancia imperturbable.
Son mayormente erguidos, mucho más delgados que gruesos y con frecuencia de largos cuellos, causa probable de su extraña afición por las prolongadas melenas donde abundan los cabellos claros. Muchas veces en faldas exhibiendo largas y torneadas piernas, me impactó la ausencia de maquillaje entre ellas, como si bastase lo natural para vivir y andar por ahí. Muchas veces en traje, me fue difícil entender la proliferación de sandalias y chancletas entre ellos, como si fueran en definitiva otra forma de calzar y no irrespeto a la jerarquía de la ciudad, aunque reconozco que un verano sureño de tantas horas de sol y altas temperaturas quizás provoque el desquite contra los meses de lluvias y frío.
No se andan con complejos: hablan de las calles de La Recoleta con la misma pasión y detalle que de las villas miseria y hasta insisten en que hay que verlas justamente para no olvidar que existen.
Los siento relajados. No sé cómo será una reunión del consejo de dirección de una compañía con acciones a la baja pero en la calle, aún esperando el autobús (que llegará en unos pocos minutos) se nota tranquilidad.
Sus hábitos dejan entrever que disfrutan intensamente el tiempo de cada día: se citan para después de las nueve o las diez de la noche para cenar o para la “previa” antes de irse a las discotecas que conocen como “boliches”.
Los parques, cuidados, de frondosos árboles y bellas esculturas y monumentos y que hacen del verde el color primordial de la capital, crean las condiciones y el escenario para el disfrute del sol a camisa quitada y hasta en bikini.
El olor a piel curtida inunda las áreas comerciales y te da la certeza de que estás caminando por una calle en un país ganadero. La escandalosa proliferación de cafés y restaurantes (incluidos los que llaman resto-cafés o resto-bares) te garantiza el espíritu bohemio y te crea la frustrante incertidumbre de no poder elegir el mejor o más placentero entre todos.
La amplitud de las calles y avenidas y el perfecto cuadriculado de sus manzanas te indican que la planicie posibilita tan generosos espacios. La elegante arquitectura que combina armoniosamente el pasado de clara referencia inglesa y francesa y el presente de toneladas de vidrio y atrevidas formas te refresca a cada paso el concepto de eclecticismo.
La sucesión de teatros en Corrientes y la multitud de librerías por dondequiera que vayas te señalan que la cultura es común y no excepción. El omnipresente tango, que escuchas a cualquier hora en grabaciones reproducidas por tiendas o directamente interpretado ante uno como forma de ganar algún dinero, te ubica definitivamente en Argentina.