Mas de una vez he oido que las salidas a comer en Caracas son un evento social antes que una ocasion de consumo. Y es cierto, la gente de la capital venezolana aprovecha de una forma singular su estancia en los restaurantes, convirtiendo con frecuencia cada mesa en el unico mueble de una casa de la que magicamente han desaparecido el resto de los comensales, abriendo posibilidades al chiste, la risa, el chisme, la discusion, el beso y hasta la griteria.
Pero ir al restaurante Alto, en el corazon de Los Palos Grandes, al norte del este y bien cerca de la imprescindible cordillera del Avila, es otra cosa.
Para los ojos es un colirio: el vidrio y la madera oscura se combinan armonicamente con la vegetacion, representada por dos arboles de imponente altura y desarrollo ramal, decorados con luces en el suelo y entre las altas ramas de forma dramatica para crear una sensacion dual de semipenumbra y de confort. Dentro de la "pecera" que alberga unas diez mesas hay otra pecera donde el equipo de cocina disfruta ostensiblemente de su labor. Fuera, de techo ofician las ramas de los arboles y hay cuatro o cinco mesas mas, dejandole uno de los lados a un tranquilo espejo de agua iluminado con velas y al que chorrean su liquido tres surtidores desde una pared de piedra tambien oscura. El contorno de las grandes hojas de los arboles esta reproducido en la cenefa de los vidrios-paredes, en las losas del piso y en las lamparas de metal pegadas al altisimo techo. La presentacion de los platos, en vajilla de generosas proporciones, privilegia los colores y las texturas de los alimentos.
Para el oido es la calma: el sonido del agua cayendo sobre el agua se interrumpe por las voces tranquilas y acogedoras de maitres y mesoneros, o por la brisa de la noche, o por el rumor que se antoja lejano de la conversacion de la mesa de al lado.
Para el tacto es la suavidad: los asientos son comodos, con apoyabrazos y cojines, los manteles y las servilletas blanquisimos se sienten finos, los cubiertos son bellos pero comodos.
Para el olfato es la delicia: la fragancia de la naturaleza en esta parte de la ciudad, acrecentada por la vegetacion del local, armoniza con los delicados aromas de los platos que evitan resaltarse sobre los del otro comensal.
Para el paladar es la gloria: nada sobra salvo imaginacion, nada falta. El chef y su equipo no tienen prisa alguna en entregar los pedidos porque cada mesa se reserva una sola vez en la noche y los platos han sido evidentemente pensados como una sensacion multiple, donde la prioridad la tiene la combinacion de texturas desde las entradas hasta los postres. La casa obsequia un "shot" de alguna variedad de gazpacho, aceitunas en delicada vinagreta y una mixtura de transparentes rodajas de papa y de platano pinton fritas. Si de entrada escoges el tiradito de pez dorado has acertado, pues es un tiradito pero no es el mismo de otros lugares y en esta ocasion se acompana de finas rodajas de vegetales y de una guacamole. Los raviolis de queso, que se disuelven en la boca, vienen debajo de una espuma de coco que recuerda que todo lo bueno es combinable. El parguito relleno parece el fruto de una coccion de varias horas al vapor y simplemente se deshace en el paladar. El postre contrapone y junta las texturas y temperaturas del ponche crema, la oblea, las lajas de cambur y la masa caliente de chocolate. Tomar un cafe despues habria sido crimen de loco.
Para la inteligencia es respeto: el servicio es impecable. Los mesoneros estan muy poco a la vista, pero los platos llegan y salen al tiempo que deben, por el lado que deben y al comensal que deben, sin preguntas y sin choque de vajillas y cubiertos. Pareciera que alli se remunera no por trabajo hecho sino por amabilidad demostrada. Te sientes huesped, no comensal. Te sientes importante.