Su apellido está al menos gramaticalmente vinculado a la gaviota (“tchaika”), aunque realmente cuesta no oír su música sin sentir pensar en “majestuosidad” –como la del mar- o sin emocionarse, como hicieron por siglos los marinos al adivinar la cercanía de tierra cuando veían esas aves.
Sus obras, todas de fácil tarareo aún desde la primera audición, siempre tienen una significativa reproducción de la música popular rusa, tan llena de esa extraña melancolía que raya en la tristeza y en la pasión de quien tiene todo perdido y se aferra a una última esperanza.
En cualquiera de sus composiciones hay una altísima exigencia hacia los músicos, quienes deben estar muy bien entrenados para ejecutarlas sin desfallecer y para balancear y competir en su sección o con su instrumento con el resto de la orquesta. Supongo que los violinistas –para mí los más exigidos- no huyen de sus atriles porque la pureza de los sonidos que han de producir paraliza los temores y ensancha la sonrisa.
Por supuesto que el Concierto No. 1 para piano y orquesta es mi favorito, con ese tema introductorio que una y otra vez, hoy treinta años después que lo “descubrí” sigue dejándome sin aliento, con la piel erizada y humedecidos los ojos. Si alguien dijo un día que la belleza duele, este sería mi caso. Como en ese, en el Concierto para violín y orquesta el solista ha de estar dotado de una sensibilidad extraordinaria para reproducir lo que son mucho más que corcheas y notas musicales, pues son sentimiento puro. En ambos los contrapunteos con la orquesta son maravillosos, lo que viene de los violines pasa al piano y se regresa, o del violín a la sección de aire, con una fluidez que pareciera que fueron hechos el uno para los otros.
Pero aún más emocionantes me resultan los que agrupo como “relatos musicales”: sus ballets y sinfonías. Escuchándolos atentamente uno puede idear sus propios libretos de lo que pudiera estar ocurriendo en cada momento –quién no siente una profundísima tristeza con la Patética o una terrible angustia con Romeo y Julieta-, pero ver un Lago de los Cisnes es comprobar la perfecta conjunción de lo que se ve y lo que se oye. La música es tal que hace posible el más imposible de los cuentos.
En el tope de lo emocionante y lo lírico coloco, sin embargo, esa pieza fenomenal que es la Obertura 1812, para mi tan comprensible como si estuviera viendo una película: la rutina de la campiña rusa, el estremecedor acercamiento de las tropas francesas, las batallas iniciales entre los dos ejércitos, la defensa desesperada de unos y el ataque a fondo de los otros, la quema de Moscú y luego la batalla final que pierde Napoleón ante los rusos y ante el inmenso e implacable invierno. Hay victoria, sí, hay repique de campanas en las iglesias y hay cañones celebrando, pero subyace el dolor por haber tenido que luchar y disparar y matar cuando todo eso pudo haberse evitado. Y es como si el amor entre el peregrino francés y la joven campesinita rusa que un día se encontraron en una aldea cercana a Borodinó y decidieron vivir juntos –apretado el cinturón, encendida la pasión-, se hubiera sobrepuesto a los pequeños sentimientos chovinistas alentados por el paso de las tropas de cada bando y se hubiera solidificado, ahora ya para siempre, con el fin de las hostilidades.
Gracias, tocayo, por tu música. Y es que si no la hubieras escrito tú la hubiera tenido que escribir alguien que se identificara tanto con ella…como yo.