I
El autobús pasó por nosotros a eso de las 8:30 de la tarde, cuando a esta latitud casi corresponde lo que en su equivalente norte llaman “Noches Blancas”.
Tras recoger a otros varios turistas en cinco o seis hoteles al fin salimos hacia el barrio del Abasto, bien hacia el oeste de la ciudad. Amplias avenidas, imponentes edificios. Menos prosperidad con respecto al Noreste donde estamos, pero siempre lo grandilocuente y ostentoso.
Llegamos. “La esquina de Carlos Gardel” es un restaurante hecho en forma de teatro. Hay cola organizada para entrar. Bellísimas azafatas te guían hasta tu mesa. El escenario está detrás de una cortina de profundísimo color rojo como de buen vino. En la “platea” las hileras de mesas apretadas una contra otra, en perpendicular contra el escenario. Bordeándola, los “palcos” están conformados por mesas circulares semi-rodeadas por muebles tipo pullman.
El balcón es similar, consiguiendo que todos los comensales puedan disfrutar de la comida y del espectáculo.
La carta de menú concisa, el tiempo apremiante. Seleccionas una entrada, un plato principal y un postre, todo de una vez. Y comienza el interminable ir y venir de los diligentes camareros que impiden que tu copa de vino alcance siquiera su mitad.
Se nota la premura: hay que cenar antes de que comience el show. ¿Será tan bueno así?
II
Parece que a lo argentinos les encanta el tango. Y también parece que idolatran idolatrar.
Ya en la llegada a la ciudad nos habíamos topado con un taxista enamorado de su Buenos Aires como de algo divino. Ni corto ni perezoso nos advirtió: “están llegando a la ciudad más linda del mundo. Y que lo digo yo, que he estado en toda América, en Europa y hasta en China y Japón”. Y nos habla de los cuarenta y pico de barrios, de su primera y su segunda fundación, del buen aire que impide que las temperaturas extremas logren ser letales. De cuánto verde hay por doquier y del ancho de la Avenida 9 de Julio, aunque reniega del generoso diámetro de la plaza que sirve de escenario al Obelisco por obstruir insensatamente el flujo del tráfico.
En el barrio de La Boca , pobre entre los pobres y pintoresco como el que más, donde a las viviendas de mil familias y pocos baños llaman “conventillos” y cada fachada muestra colores distintos de la vecina pues en su fundación se daba el color que se consiguiera entre las sobras de lo que se usaba para los barcos adoran a Gardel cuando tienen que vivir y a Diego cuando tienen que soñar. Allí está el estadio que insisten en llamar “ La Bombonera ”, de tórridos azul y amarillo en las tribunas y aterciopelado césped para jugar, donde se constata la adoración por los futbolistas y su magnífico campeón Maradona. Las camisetas azulceleste con el apellido del “pibe” y el famoso 10 son la principal oferta a turistas y lugareños, por cierto junto con millares de imágenes del otro argentino omnipresente en la tan reiterada foto en aquel acto en La Habana. “Alguna vez contarás a tus nietos que lo viste jugar al Diego” reza sin complejos en una bandera. Y por qué no, si es Dios?
Los muchachitos asomados por la rendija inferior de los portones para atisbar a sus nuevos ídolos, la gente (nosotros incluídos) desesperada tomando fotos de la impecable cancha de un verde perfecto. El fútbol es devoción, es pasión…y es el altar sagrado donde reinará por los siglos de los siglos Diego.
III
A idolatrar se ha dicho. Así que rindámonos al culto a Gardel. Ahí donde estuvo el bar “Chacra Cuatro” ahora está “ La Esquina ” con su show de tango aligerado para los turistas que seríamos incapaces de disfrutar mejor de un espectáculo más comprometido con el sufrimiento que pare el tango y lo ennoblece.
“Miii Buenos Aires querido, cuándo ssshhyo te vuelva aaaa ver…” dice el cantante con la voz nasal y trágica de quien pretenda cantar tangos y que duela de verdad.
Se suceden una a otra o en grupos las parejas, una mejor que la otra. Jóvenes bellas ellas, elegantes ellos. El pelo engominado, los pantalones bien anchos. Los vestidos negros, lujosos, lujuriosos. Las piernas a ratos suben hasta el infinito en rápidos y precisos contrapunteos. A veces la pierna de uno se cuela entre las de su pareja. La mano de él casi no guía, aunque –fuerte- ciñe la cintura de ella allí justo debajo del seno.
Es como una competencia de poses, como si ganara quien concluyera con una más cargada de trágica pasión y de sentido de dominio sexual que cualquiera de los demás.
Son virtuosos. Son atletas. Las cargadas con medio giro volado de ellas con sus larguísimas piernas en perfecta extensión se suceden en cascada hasta quitar el aliento a bailadores y público.
En su mezzanina sobre el escenario la impecable orquesta liderada por una violinista de lujo. Tres bandoneones de impactante armonía llevan la batuta cuando no los acalla el sonido de un violín perfecto.
“Caminito, que un tiempo borraste…” y otros famosos tangos no dejan lugar a reclamos. Casi todos se bailan, excepto esa excepcionalmente bella melodía de Piazzolla (otro del local Olimpo) quizás tan bella que mancilla hacerlo.
Hora y media de tangos. Lo justo.
Noche de apasionados tangos, inundada en el apasionado rojo del vino de uva Malbec. En el barrio del Abasto, en Buenos Aires.
¿Qué más, Che?
