No sé si puedo escribir de La Habana porque me cuesta escribir en primera persona.
No sé si escribir de esa ciudad que era tan grande cuando yo era tan chiquito, cuando me parecía que ir al Jardín Botánico de la calle 26 era un viaje internacional y era tan sabroso ir al “joseantonio” de 12 y Calzada a ver el espectáculo de bailes españoles de los domingos.
O quizás de cuando lo viejo de La Habana Vieja empezó a ser hermoso y a dejar de tener edad, como todo lo que –como luego comprendí- es eterno. Es que definitivamente las cosas son siempre iguales y son los ojos de quien las mira los que van dando matices y lo que a uno le alegra o le atormenta en un momento dado es lo que aporta el placer de descubrir detalles y por qués.
Mi Habana, la que está y permanece en mi memoria, tiene de bello sus guardavecinos y el Focsa, su anfiteatro del Parque Lenin y su sala de guiñol en la calle M, su Coppelia recién inaugurado y su Plaza de Armas. Y sus leyendas, historias y olores y hasta la cadencia con que pasaban las guaguas por la calle Línea.
Me da rabia, cada vez más bajita pero rabia, cuando la foto que colocan en la prensa es la de una destartalada calle de Centro Habana con sus baches gigantescos, su carro viejísimo, sus ropas tendidas alocadamente y su gente más que despreocupada, resignada. Sí, la foto es tomada allí y el lugar existe y la gente existe y el desencanto existe y la mediocridad existe. Pero que esté en La Habana no quiere decir que eso SEA La Habana, como el Bronx no es Nueva York ni La Dolorita es Caracas.
La Habana vive y vibra fuerte a cada momento. En su esplendorosa Quinta Avenida con su recital de árboles y casonas, en La Habana Vieja multisensorial de arquitectura tan apropiada al calor y las brisas, en la calle 23 que fuera nervio y en las barriadas de Miramar que fueran reposo, en su impactante Parque Central lleno de historia patria pero artística, en su Prado más bello mientras más verdes sus árboles y, especialmente, en el mágico Malecón que caminé tantas veces de punta a punta para llenarme de esperanza y de energía mientras mataba ocio y confusiones.
No puedo desligar la ciudad del entrañable Latino de mil juegos de pelota, el estadio que ayudé a reconstruir y que tanto me trae a Abuelopedro, con sus Industriales gloria y pesar de habaneros y “guajiros”, símbolo nacional de orgullo y odio, meta a alcanzar por unos, meta a vencer por los demás. Ni del García Lorca con su público único de tarde de toros o final de campeonato y sus funciones únicas donde ver un “Lago” mil veces era ver cien “Lagos” distintos, uno mejor que el otro.
El jonrón de Marquetti, la última Carmen de Alicia, el recital de Irakere en el Amadeo, el Bola en el Monsegneur, el estreno de “El Reto” con Ofelita y Candia, el Caballero de París en San Lázaro, los recorridos televisivos con Eusebio, las concentraciones en la Plaza con Fidel, los muchos recitales de Omara, Elena y Moraima en la casa del té del Parque Lenin, el piano en la esquina del club Imágenes con Frank Domínguez, el recital de Pablo en el Fondo de Bienes Culturales, el show de Tropicana con sus mulatas que eran palmas y sus palmas que eran mulatas, Los Meme y Los Zafiros en el “Mella”, el cuento de Senel, el Bolero de Ravel por la Sinfónica con Leo Brower en la Covarrubias, los conciertos de Amaury y Síntesis en el Museo…wow, cuánta gente me ha hecho grande La Habana, llena de momentos inolvidables.
La gente y lo que hace la gente: cómo no pensar en el sabor irrepetible de los frijoles dormidos de La Bodeguita del Mojito, o la langosta estupenda del Floridita del Daiquirí, o la sopa de cebollas del 1830 los pollos de El Aljibe, los pinchos de La Ferminia o incluso la natilla en la Plaza de Armas? Cómo olvidar la vista majestuosa desde La Torre, o la sensación de paz en Las Ruinas, el toque chic de El Emperador o la sabrosa clandestinidad de un Paladar?
O lo que hice yo en La Habana: caminar la calle Paseo desde Línea hacia Zapata, hacer la cola en el Yara, comprar una entrada sobrante en el Carlos Marx, conocer gente en el Chaplin, admirar alguna de las exposiciones de los maravillosos artistas plásticos en la galería de Línea o en aquella del Fondo a un costado del Capitolio o disfrutar y llenarse de cubanía viendo a Lam, Servando, Víctor Manuel, Amelia y Carlos Enríquez en Bellas Artes, volverme loco de estadio a estadio en los Panamericanos o de cine a cine cada diciembre o de teatro a teatro en los festivales de ballet.
Lo (poco) que hice por La Habana: organizar la Bienal, revivir un palacete en la Plaza de la Catedral, dar pico y pala en el Latino o barrer la calle 2 los domingos con el comité me dan el sentido de pertenencia en doble dirección, cuando yo pertenezco a La Habana, mi primer amor de ciudad, tanto como ella me pertenece a mi.
Y cómo de otra forma podría ser, si es la ciudad que viví y disfruté con mis abuelos, padres y hermanas, que compartí con mis primeras parejas y mis primeros amigos y mis primeros compañeros de estudio y de trabajo, donde tuve y vencí (o no, para el caso da lo mismo) mis primeras e insalvables dificultades, donde admiré por vez primera a mis deportistas, artistas y políticos, donde me caí y jugué pelota, monté bicicleta y manejé.
Muchos recuerdos y muchas sensaciones concentrados en una sola ciudad, como el carbono cuando la mucha presión lo concentra en diamante. Me cuesta hablar de La Habana justo por eso, porque es mi diamante. EL diamante.